BOLETÍN INFORMATIVO DISIDENTE NACIONAL REVOLUCIONARIO

lunes, 6 de febrero de 2012

NACIONALISMO SOCIAL



El nacionalismo de las masas, su aceptación de una disciplina nacional, requiere que la Patria sea realmente para ellas una bandera liberadora. El pueblo español padece más que ningún otro pueblo las consecuencias de que España carezca de fortaleza. La economía actual de nuestro país es raquítica y casi se encuentra en el orden de las economías coloniales. De ello se derivan males profundos, que afectan por entero al nivel deficientísimo en que viven quince millones de españoles.

España posee un capitalismo rudimentario —traidoramente rapaz—, que rehúye todo riesgo y vive en absoluto al margen de toda idea de servicio a la economía nacional española. Nuestra economía no es libre, es decir, está impedida de adoptar las formas y de seguir las rutas que más convienen a su propio avance y al bienestar general de todo el pueblo. Tanto la explotación industrial como la minera y la agrícola, tienden menos a vigorizar nuestra realidad económica que a servir las deficiencias y huecos de las economías extranjeras, principalmente la de Inglaterra. Desde hace medio siglo o más, es decir, durante el período en que ha tenido lugar la expansión económica imperialista, España no ha sido libre de orientar su economía, y se ha visto obligada a servir las conveniencias de otros pueblos. El trabajador español, el campesino, el industrial, todo el pueblo, en fin, han laborado en condiciones pésimas y han sufrido las consecuencias de la falta de libertad de España.

No hay apenas grande ni pequeña industria. Nuestros campesinos, nuestra gran masa de labradores, sobre todo desde que se inició hace quince o veinte años en las zonas rurales una fuerte demanda de mercancías de origen industrial, han sido explotados vilmente, usurpándoles el producto de sus cosechas a cambio de productos supervalorizados, que ha hecho imposible en los campos todo proceso fecundo de capitalización.

Tenemos, pues, delante dos urgencias que sólo pueden ser logradas y obtenidas por medio de la revolución nacional: liberar la economía española del yugo extranjero, ordenándola con vistas exclusivas a su propio interés, y otra, desarticular el actual sistema económico y financiero, que funciona de hecho en beneficio de quienes se han adaptado, y hasta acogido con fruición, a nuestra debilidad.

Y naturalmente, sólo una España vigorosa, enérgica y libre puede disponerse en serio a la realización de tales propósitos. Los poderes económicos extranjeros —principalmente franceses e ingleses—, que dirigen hoy toda nuestra producción y todo nuestro comercio exterior, impondrán siempre en otro caso su ley y su voracidad a una España fraccionada, dividida y débil.

Las juventudes no pueden eludir esta cuestión ni hacer retórica nacionalista sin abordar de frente el problema social-económico, que hace hoy de nosotros un pueblo casi colonial y esclavizado. Si se está al servicio de los destinos nacionales de España, si se aspira con honradez a su grandeza y si se quiere de verdad hacer de España una Patria libre, una de las primeras cosas por las que hay que luchar es la de desarticular el orden económico vigente, que sólo favorece, repetimos, a unas audaces minorías, con absoluta despreocupación por los intereses verdaderos de la nación entera.

El capitalismo español no tiene fuerza suficiente para revolverse contra las anomalías sobre las que se asienta la economía nacional, y no emprende otros negocios ni otras empresas que aquéllas para las que se asegura previamente el auxilio del Estado. Eso no es otra cosa que incapacidad, y eso indica que no es posible subordinar a su ritmo el desenvolvimiento económico del pueblo español. ¿Y cómo va a tener aquél incluso ni voluntad de rectificación, si él mismo, como hemos dicho, se beneficia y aprovecha del marasmo y de la servidumbre económica de España?

En España hay una necesidad insoslayable, y es la de traspasar al Estado la responsabilidad y la tarea histórica de ser él mismo quien, sustituyendo al capital privado o valiéndose de éste como auxiliar obligatorio a su servicio, incremente la industrialización con arreglo a la naturaleza de nuestra economía. Ello supondría dos formidables ventajas: una, realizar de un modo efectivo los avances económicos que corresponden lícitamente a España, teniendo en cuenta las características de sus materias primas, su comercio internacional y su propio mercado interior; otra, efectuarlo en beneficio único y exclusivo de todos los españoles, sin que las oligarquías financieras fuercen o deformen esos propósitos de acuerdo con sus intereses privados.

Es así, y únicamente así, como España dispondría de una economía robusta, es decir, sus ferrocarriles no serían ruinosos, ni carecería de industria pesada, ni desaprovecharía su riqueza hidroeléctrica, ni haría el vergonzoso negocio de exportar mineral de hierro para luego importarlo en forma de acero o maquinaria cara, ni habría paro forzoso, ni estaría un día más en la situación de ser una nación marítima sin flota, ni, por último, siendo la avanzada europea hacia América, hacia un continente que habla nuestro idioma y tiene una economía agraria, se limitaría a un bello intercambio lírico con él, sino que anudaría relaciones comerciales y económicas de gran volumen. Todo eso sin recordar siquiera a África, ese otro continente al alcance de nuestro brazo y que está llamado a ser más cada día uno de los mayores objetivos mundiales.

Presentar ese panorama a un Estado y a un régimen como el que hoy tenemos los españoles es, en efecto, un absurdo. Tienen razón quienes dicen que el Estado es un mal gestor y un administrador deficiente. Pero hay que añadir que estos juicios se refieren de lleno al Estado demoburgués, efectivamente ineficaz y absurdo, pero no a las instituciones emanadas de la revolución nacional, no a un Poder político legítimo surgido de las luchas que la Nación misma realice en pos de su liberación y de su grandeza histórica.

Ese poder político sí puede hacerlo, con absoluta eficiencia y con absoluta probidad. Realmente no tiene para ello sino que proyectarse sobre los actuales sectores donde se manifiesta y radica la zona paralítica e inepta de nuestra economía: la gran industria, los transportes, la Banca y el comercio exterior. Si el Estado nacional controlase de un modo directo, nacionalizándolas, esas grandes funciones, el incremento rápido y prodigioso de la economía española, y por tanto también de las economías privadas y de la clase trabajadora entera, sería una realidad inmediata.

No se trata de expoliación ni de expropiación en el sentido social marxista. En primer lugar, porque no se trata tanto de incautarse de una riqueza existente como de crear riqueza nueva, y en segundo, porque ello vigorizaría extraordinariamente las posiciones, hoy tan extenuadas y raquíticas, de la pequeña industria, del comercio interior y de la propiedad campesina, incrustándolas en un orden económico de gran consumo y movilidad.

Sin vacilación alguna, pues, camaradas, debe enlazarse el problema de la revolución nacional con el de la adopción franca y audaz por el Estado de un papel rector y preponderante en las tareas económicas mencionadas.

España juega su independencia y su futuro a la posibilidad de realizar con audacia y sin vacilaciones un plan económico a base de esas perspectivas; si queréis, a base de ese capitalismo de Estado. De otro modo, seguirá viviendo de milagro, a expensas de enemigos, con su población diezmada y constituyendo una triste posibilidad fallida, una verdadera desgracia histórica.

Ramiro Ledesma Ramos

Extraído del blog Madrid Anti Antifa.

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